Por Hernán Rivera Letelier - 14 octubre 2010
Primero fueron las carpas solitarias de los familiares. Llegaron a la mina
con banderas, con santitos, con velas de duelo, con fotografías de los padres,
de los esposos, de los hermanos, de los hijos enterrados allá abajo. Mientras
comenzaba el rescate, allí se quedaron, día y noche, rezando, llorando,
blasfemando, exigiendo justicia, soportando el viento y el tierral inclemente,
el calor durante el día y el frío atigrado de la noche. Y cuando todo hacía
suponer que el drama terminaría como siempre, que allí, sobre la mina
convertida en fosa común, iban a aflorar 33 cruces de animitas, iguales a las
cientos que se alzan a lo largo del desierto chileno, sube desde las
profundidades el mensaje que estremece a todos: los hombres están vivos.
Fue el comienzo de un espectáculo de espejismo. Como en un desfile de feria
comenzó a llegar una muchedumbre que alborotó la tranquilidad del desierto:
payasos de semáforos, predicadores evangélicos, actrices de telenovelas,
millonarios excéntricos repartiendo millones como embelecos, modelos,
humoristas, políticos, presentadores de televisión y miles de periodistas de
los más lejanos países del mundo. Y de la noche a la mañana, en medio de un
gran desorden y confusión de lenguas, apareció un pueblo de Babel que en su
momento de apogeo tuvo una población de más de tres mil personas.
La historia del desierto de Atacama está coronada de tragedias (como una
larga muralla coronada de vidrios rotos). Huelgas interminables, marchas de
hambre, accidentes fatales, mineros ametrallados y cañoneados a mansalva en
masacres inconcebibles. Todo esto a causa de una larga data de injusticias
laborales, sociales y morales en contra del minero, injusticias que, pese a los
años y a ríos de promesas políticas, se han conservado inalterables, como
agrias momias atacameñas. Se dice desierto de Atacama y se entiende drama,
explotación y muerte. Por eso ya era hora de que se viviera una epopeya con
final feliz. Ya era hora de que la tierra, regada tanto tiempo por la sangre,
el sudor y las lágrimas de los mineros, devolviera verdores desde su vientre,
devolviera frutos de vida. Aquí sangre, sudor y lágrimas no es una frase
vulgar. Yo, que viví cuarenta y cinco años en este desierto, que trabajé en las
minas a rajo abierto -sólo dos veces y por muy corto tiempo lo hice en minas
subterráneas-, lo puedo decir fehacientemente: el desierto de Atacama está
regado de sangre, sudor y lágrimas.
El rescate de los 33 mineros de Copiapó, además de un triunfo de la
tecnología, se alza desde este desierto como una lección de vida para la
humanidad entera. Una prueba de que cuando los hombres se unen a favor de la
vida, cuando ofrecen conocimiento y esfuerzo al servicio de la vida, la vida
responde con más vida. Aquí no se trabajó buscando oro o petróleo o diamantes.
Lo que se buscaba era vida. Y brotó vida, 33 chorros inmensos. Y a los
estallidos de aplausos y abrazos y risas mojadas de lágrimas de la muchedumbre
en la mina, y del júbilo de campanas y sirenas de las ciudades del país, se
sumó la alegría emocionada del mundo entero. Éramos todos seres humanos
conmovidos hasta los tuétanos. Porque a medida que cada uno de los mineros iba
subiendo, saliendo, renaciendo desde las entrañas de la tierra, cada uno de
nosotros lo sentía como emergiendo desde el fondo de su propio pecho. Fue la
celebración total de la vida.
Ya lo he dicho: el desierto está poblado de cruces, testimonios mudos de
muerte y desolación. Hagamos por lo tanto de este lugar un homenaje a la vida.
No construyamos otro monolito, que son superfluos; no levantemos un monumento,
que hay demasiados; no erijamos un santuario, que ya hay los suficientes.
Echemos a volar la imaginación y creemos algo nuevo, algo que manifieste a toda
la raza humana.
Yo propongo un Elogio de la vida.
Un mensaje para los 33: que les sea leve el alud de luces, cámaras y
flashes que se les viene encima. Es cierto que sobrevivieron a esa larga
temporada en el infierno, pero al fin y al cabo era un infierno conocido para
ellos. Lo que se les viene ahora, compañeros, es un infierno completamente
inexplorado por ustedes: el infierno del espectáculo, el alienante infierno de
los sets de televisión. Una sola cosa les digo, paisitas, aférrense a su
familia, no la suelten, no la pierdan de vista, no la malogren, aférrense como
se aferraron a la cápsula que los sacó del hoyo. Es la única manera de
sobrevivir a ese aluvión mediático que se les viene encima. Se los dice un
minero que algo sabe de esta vaina.
Para terminar, una oración por ustedes, una oración del poeta iquiqueño
Jaime Ceballos, síntesis exacta de lo que acabo de decir:
Oración 33
Señor, tú que sabes/ De milagros y esperanzas/ No los abandones.// En esta
hora del secuestro/ Rescátalos de sus rescatadores/ No los abandones.// Baja tú
antes que los medios/ Infórmales antes que sea tarde/ No los abandones.//
Sácalos de los sets de televisión/ Apártalos de las luces que enceguecen/ No
los abandones.// Tú sabes que entre cámaras y flashes/ Ya destruyeron la
Tragedia./ Pero a ellos, no los abandones.
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